Mi muro y opiniones de autoridades

martes

PRIMER CAPÍTULO DE UNA NOVELA HISTÓRICA AMBIENTADA EN EL PERÚ VIRREINAL



Comparto con todos el comienzo de una novela que estoy escribiendo ambientándola en el Virreinato del Perú durante la segunda mitad del S.XVII. Aunque Descartes ya había muerto, puede adivinarse que las aventuras se relacionarán con sus muchos misterios. Por cierto, el estilo de la prosa simula al barroco, aun cuando he tratado de evitar sus complejidades sin merma del aire que requiere una ambientación histórica y literaria. Desde la perspectiva del castellano actual parecerá que algunas palabras contienen faltas ortográficas, pero así se escribían en el siglo XVII. Es más, he tratado de evitar otras formas léxicas que resultarían hoy extrañas o aberrantes. Éste es el comienzo del relato:


                                                                       I



Apenas cuatro años hubieron pasado desque fuese proclamada la magestad de Don Carlos segundo en esta muy insigne y noble ciudad de los reyes del Perú, y dos por ventura de la llegada del Señor Virrey y Conde de Lemos, D. Pedro Fernández de Castro, cuando desde El Callao trajo la nueva un sirviente de uno de los deanes de aquesta villa, quien fue mandado por éste al puerto para recibimiento de un grande amigo que había pasado Indias trayendo correspondencia de gran relevancia.

Pues aquel criado del cura que digo, que descabalgó y con premura golpeó el llamador de la puerta blasonada de Palacio cuando del crepúsculo se tendían las sombras sobre el empedrado de la Plaza de Armas, justificó ser enviado por su señor con un recado urgente que entregar al arzobispo debía. Se le preguntó por la razón de tan intempestiva urgencia, pero el lacayo repuso que sólo estaba autorizado a hablar delante del arzobispo y que por requerimientos de su señor obligábasele a no poder decir ni una sola palabra más. Así que fue avisado el mayordomo, el cual no vaciló en sacar a Don Pedro de sus contemplaciones al enterarse de quién había mandado a aquel criado.

Tras aguardar un tiempo en la galería arqueada que daba al patio central, condújosele hasta un gabinete aledaño a las habitaciones del prelado Villagómez. Lo que allí húbose tratado lo relataré más adelante, pues que yo impensadamente fui parte y testigo de aquella historia que de plumas de cronistas y escribanos por fuerza debía quedar fuera . Así, pues, creo conveniente principiar presentando lo que hasta entonces había sido de mi vida.

Aunque yo hube trabajado como escribiente personal del Señor Arzobispo Don Pedro de Villagómez, habíame honrado él con su confianza y estima, y hete aquí que no pocas veces hube sido elegido para delicadas misiones que requerían de sigilo y secreto sumos. La pura verdad es que yo no podría decir la virtud que en mí hallase mi señor sobre las cualidades de sus demás criados, oficiales, curas, frayles y deanes, pero lo cierto es que fui llamado a su presencia en varias ocasiones para recibir mandados que hubiesen requerido más que de un sirviente a un intimísimo y lealísimo amigo.

Vinimos a estos reynos del Perú mi padre y yo solos, pues que del susto al ser enterada de súbito sobre el viaje a Indias, pareciole preferible a mi madre entregar antes su cristiana alma al Criador. Trajimos con nosotros sólo unas cuantas ropas y libros, en un baúl do también metimos un cofre que parecía de bronce sin grabados, junto con una carta de recomendación escrita y rubricada por la propia mano de Don Juan Francisco de Valladolid, maestre escuela desta Iglesia Metropolitana y, por entonces, también procurador en Roma de la causa de beatificación del segundo Arzobispo de la Arquidiócesis limeña. Cuando, después de muchas rogativas a oficiales de todo rango en la sede arzobispal, se nos condujo hasta el secretario de Don Pedro y éste nos citó para el siguiente día, pudimos por fin ser recibidos por el referido arzobispo. Él permanecía acomodado en una silla con brazos y respaldo de piel, aunque con partes de madera oscura labradas. Frente a nosotros, que permanecíamos de pie, mediaba una mesa grande de caoba sobre la que había pliegos y varios papeles, unos cuantos libros piadosos, a más de los útiles comunes de escritura. Su secretario rompió el lacre y desplegó la carta, leyéndo muy quedo el mensaje rubricado por Don Francisco mientras que el mitrado , mirándonos de soslayo ora a mi padre ora a su vástago, daba signos de aquiescencia y satisfacción con cada cosa dicha en aquel escrito. Y a partir de entonces entramos a su servicio, mi padre como criado de librea y yo, que ya había aprendido a leer y a escribir con pulcra letra, comencé como suplente de los escribientes del Cabildo, hasta que me llegó la hora de serlo de Don Pedro.

Semanas antes de mi ascenso húbome abandonado en este mundo mi padre, muy seguramente de tantas evocaciones y continuos lamentos por no haber partido en su día de la mano de su angélica señora esposa. Corrían los últimos días de noviembre de mil seiscientos setenta. Y como he referido asumí al poco un trabajo de mayor confianza al servicio del arzobispo. Había tenido tiempo suficiente Su Eminencia para someter a prueba la buena reputación y honradez con que fui aleccionado con el ejemplo de rectitud y prudencia que conocí en mi amado padre. Probablemente por estas razones fuéseme encomendando diligencias y pequeñas comisiones que consistían, al principio, en hacer de correo hasta llegar a ser portador en mi propia persona de mensajes privados que preferiblemente debían ser dichos al interesado antes de ser rubricados por escrito

Era mi padre, llamado Esteban Báñez, hijo bastardo de algún principal de la corte madrileña que a corta edad, y sirviéndose de la influencia de notables amistades, fue admitido como paje de un obispo que terminó haciendo carrera en Roma como cardenal con cargo en el Santo Oficio. Este prudentísimo príncipe de la Iglesia tuvo a mi padre bajo su protección hasta que en el año de 1648, de visita por Flandes, entrevistose con el castellano de Nieuwpoort, trabando amistad con él en las visitas de ida y vuelta que hiciéronse durante los cuatro días de estancia. En la última de aquellas entrevistas el cardenal cedió a mi padre como criado del gobernador, Don Antonio Pimentel de Prado, con las condiciones de enseñarle lo básico de las letras y de serle devuelto una vez se hubiese completado cierto pacto de mutuo interés que en cuanto buenos amigos habían apalabrado.

Pero Fortuna tuerce a veces lo que los hombres pergeñan y el eclesiástico inició negocios que no pudo llegar a consumar para la provisión de una embajada para el Señor Pimentel de Prado. Pensaría este político prelado, que Dios tenga en su santa gloria, que sería trabajo de fina diplomacia elegir y mover los resortes aptos para tal objeto, siendo empero si no imposible, por muy elevados, sí un fin proporcionado a su inventiva, pertinacia y sagacidad ; y sin lugar a dudas, en resolución e ingenio contados eran los súbditos de Don Felipe que pudiesen igualarle. Como dije, caprichosos y aviesos con frecuencia son los hados, y lo fueron malhadados en 1651 con el cardenal, que por una apoplejía abandonó la terrenal vida en busca de otra mejor celestial. Y sin embargo muy venturosos fueron con Don Antonio pues, llegada la ocasión de interesar a la corona española comerciar y sellar alianza con el reino de Suecia, cuyo trono era ocupado a la sazón por la joven y casadera reina Cristina Augusta, muy amiga otrosí del Conde de Rebolledo, aquél debió partir de Flandes al ser nombrado por el Rey como embajador suyo en la corte de Cristina; y con su familia y servicio, viajó hasta Estocolmo do arribó en agosto del cincuenta y dos. Iba mi padre en su séquito y ya con familia, pues al poco de ingresar en la casa de este oficial conoció a mi madre, Angélica de nombre que no de cualidad, pues que era mujer brava y tanto su corpulencia como tonantes voces daban la medida de sus procelosas vehemencias, más propias de un ciclón que de una factura a imagen y semejanza del Criador. Al menos así sufrían sus rigideces cuantos se hallaban bajo sus leyes en lo que ella llamaba su reino y que eran las cocinas de palacio, si bien cierto estoy de que fuese probablemente esta recia mujer una de las mejores cocineras de los innúmeros reinos de las Españas y que a sus celos por el orden y cuidados de los pucheros y demás guisos debíamos parte del valimiento y aprecio de nuestro amo y también su amiga la reina . Y puedo decir que yo nací entre fogones y fueron los sabores y las fragancias de los especiados guisos de mi madre los primeros recuerdos que yo guardo de mi infancia, pues raramente salí de palacio a los fríos de aquellas tierras nórdicas de las que ninguna otra reminiscencia conservo sino paisajes nevados y días que se eternizaban como perpetuos crepúsculos.

A mi padre raramente veía, pues cuando no acompañaba a su señor Don Antonio era porque se hallaba de viaje para dar cumplimiento a alguna misión ordenada por aquél. Pero recuerdo que en un par de ocasiones de las que espié a mis padres conversando en voz baja en su alcoba, escuché el nombre de alguien que después supe había ya fenecido, pero de quien a otros también había yo oído decir que fue muy sabio matemático y cristianísimo hombre de ciencia. Era francés y su nombre, Descartes y recuerdo también que mi padre lo asociaba a otros tantos que fuí olvidando con el transcurso del tiempo. Inevitablemente, por mi corta edad, no podía yo entender gran cosa de aquellas pocas confidencias que mi padre participó a mi querida madre, excepto que se trataba de alguien que interesó a gente de Iglesia y algo sobre un libro o cuaderno perdido del que apenas nadie tenía noticias.

De lo que me percataba sin dificultad era de las protestas de mi madre cuando participábale mi padre el deseo de Don Antonio de pasarnos durante un tiempo al servicio de la reina. Mi madre se negaba a aceptar que aquello tuviese sentido alguno, ante lo cual mi padre volvía a hablar de aquel sabio francés al que ni el inmortal Platón ensombrecer podría. Mi intuición me inducía a pensar que si el Señor Pimentel dejaba la embajada de Suecia debía llevarse consigo el laurel de sus triunfos. Y aunque aún era pronto para enterarme de ello, después supe más de aquella laureada corona por algo que admiró a medio orbe al tiempo que hizo cundir el escándalo entre los herejes. No sé yo si el rey Felipe ganó mucho o poco con el comercio de su embajador, pero éste se despidió de Estocolmo con el orgullo de haber sido instrumento de Dios para acercar a la Iglesia a aquella reina que, cual oveja extraviada por la herejía, ahora hallaba la dicha soñando con abrazar abiertamente la nueva fe católica.

En cuanto a mi padre, de lo que constituyese su ganancia menos mi madre que yo vislumbraba nada. Pues acompañamos a la reina hasta Upsala, donde abdicó en favor de su primo, y a partir de ese momento peregrinamos de ciudad en ciudad hasta llegar a Roma en vísperas de la fiesta de la Natividad del año cincuenta y cinco.

Mi padre sirvió a la reina de correo para comunicarse con el Cardenal Azzolini y, después, con otros muchos altos clérigos italianos, franceses, españoles y portugueses. Mi padre también fue encargado del cuidado de los libros que a buen seguro Cristina Augusta había leído en su mayor parte, pues era mujer rara, inquisitiva, avispada y con grandes deseos de conocer las cosas más diversas o menos comunes; que gustaba rodearse de teólogos, filósofos y poetas para discutir con ellos olvidándose a menudo de su condición de mujer. Y de hecho su propia naturaleza armonizaba tan propiamente con tales propensiones que si de su físico ni la más encendida fantasía poética podría haber tenido ojos para hallar mínimo encanto que cantar, tampoco ella, por su parte, se preocupó de aparentarlo ni con afeites ni aderezos ni otros perifollos.

Y desta manera llego al punto que me proponía alcanzar en esta historia, antes de retornar al otro que dejé cortado al comenzar. Fue una vez que a mi padre enviósele a recoger de casa de un cura cierto objeto sobre el que tenía derechos su ama. Llegó mi padre a la residencia del sacerdote, un francés llamado Émile Blanc, cuando se hallaba de visita otro clérigo llegado de las Américas. Resultó ser aquel francés un viejo conocido del señor Pimentel de Prado , por lo que mostró grande interés en conocer a mi padre mejor y, tras recibir todos los detalles relevantes de su vida, le pidió que saliese brevemente al patio mientras resolvía un asunto con el otro clérigo. Al cabo de un rato fue llamado de nuevo y recibió el objeto, bien guardado dentro de una caja hermética de metal bruñido, de un codo de largo y ancho por menos de la mitad de grosor, y junto con éste, una carta lacrada dirigida a la reina Cristina.

Aparentemente fue un despacho de rutina como otros sin mayor trascendencia. Después fuese la reina para Francia de donde no regresó hasta pasados unos años. A nosotros se nos impidió unirnos al séquito, pues mis padres debían encargarse de palacio mientras yo provisoriamente fui destinado a servir a Don Francisco de Valladolid, el amigo que acompañaba al Padre Blanch aquella vez que recibió a mi padre. Por este peruano fuí instruido y pude aprender con bastante brillantez el arte caligráfico.


A su regreso la reina llamó a su gabinete a mi padre para revelarle parte del secreto de aquella carta. Supo que la misma sirvió de sobre a otra, también lacrada, y que la noble señora entregó a mi padre junto con el cofre de metal, prescribiéndole que por causa alguna se desprendiese de ello y lo mantuviese escondido hasta la llegada de la persona a la que debíasele entregar, la cual sería reconocible por portar la única llave que puede abrir el cofre así como una nota rubricada y con sello de la reina.

Cuando parecía llegar al punto de la explicación, Cristina agitó suavemente en el aire la carta que quedó abierta intentando evitar toda apariencia de severidad en lo que, sin embargo, era una voluntad que no consentiría vacilaciones. En la misiva el sacerdote dejaba a la prudencia de la reina la conveniencia de elegir a mi padre para asumir la grave responsabilidad que entrañaba aquel servicio a la noble causa de la que Cristina era principal valedora. Y si ella le consideraba idóneo, como evidenciaba la señal de su presentación en la residencia del Padre Blanch, debían emprenderse cuanto antes las diligencias necesarias a fin de obtener de la administración real licencia para pasar las Indias. Una vez allá, mi padre tendría que presentarse en la Archidiócesis con la recomendación del prebendado D. Francisco de Valladolid.

Mi padre escuchó a la reina creyendo que se le escapaba el hálito mezclado en los sudores, y sintiendo que le temblaban las piernas y por miedo a desvanecerse, buscó en balde algo en lo que poder sujetarse. Pero la reina le indicó con un gesto una silla permitiendole la excepción de tomar asiento frente a ella. Mi padre empero rehusó con expresiones de agradecimiento. Y se limitó a preguntar si podría viajar con su esposa e hijo, a lo cual la reina respondió que ello quedaba a su propia elección.

Y fue de esta guisa como llegué a esta ciudad del Rimac lo mismo que también por esta misma causa perdió mi padre a su esposa y yo, a mi madre.

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